Entonces la tierra de Jaén se repartía entre estos cultivos, aunque ciertamente su olivar destacaba ya en toda la región como lo prueban los contrapesos de molino de viga hallados en la zona de Marroquíes Bajos, a las afueras de Jaén, los mayores que se conocen en el orbe romano. Es evidente que en Jaén hubo un centro importante de captación y distribución de aceite y que gran parte del aceite que iba a Roma y al imperio procedía de estas tierras.
Otros griegos atribuían la creación del olivo a Atenea, la diosa de la inteligencia. La historia que transmitían de padres a hijos era bien conocida. Cuando el dios Poseidón y la diosa Atenea se disputaron el patronazgo de la ciudad, los demás dioses decidieron otorgárselo al que creara la criatura más bella y útil para la Humanidad. Poseidón hendió una peña con su tridente e hizo surgir un caballo; Atenea acarició la tierra que pisaba y surgió un olivo. Los atenienses declararon vencedora a Atenea, le pusieron su nombre a la ciudad y veneraron aquel primer olivo dentro de un recinto de piedra, entre los templos de la Acrópolis.
En realidad, todos los pueblos mediterráneos veneraban al olivo. Era, y en cierto modo lo sigue siendo, un árbol sagrado. No es casual que después del Diluvio Universal, la paloma que soltó Noé regresara con una ramita de olivo en el pico.
El olivo ha sido sagrado en todo el Mediterráneo y cada pueblo atribuía su creación a un dios especialmente sabio. Los egipcios lo creían un don de Thot y llamaban al olivo tat. Los hebreos lo consideraban el rey de los árboles. “Los árboles celebraron una asamblea para elegir al olivo como su rey”, leemos en el Libro de los Jueces 9, 8-9. “Al comunicarle la noticia, el olivo contestó: ¿cómo voy a renunciar a mi aceite, que es mi gloria ante Dios y ante los hombres, para ir a mecerme sobre los árboles?”
El padre de Lucio, que es oleicultor y comerciante, le ha relatado muchas veces cómo llegó el olivo a España. Hace más de 1.000 años, antes de la conquista romana, cuando todavía esta tierra estaba por descubrir, un comerciante fenicio llamado Herón se aventuró hasta las costas andaluzas en busca de nuevos mercados para sus telas y sus cerámicas y desembarcó en una tierra nueva, en Cádiz, donde se quedó pasmado al ver que el bosque natural era el acebuche, o sea, el olivo silvestre (Olea oleaster), asociado al alcornoque y al lentisco. “Si ésta es tierra de acebuches, aquí se tiene que dar bien el olivo” -pensó Herón-, y en el siguiente viaje se trajo unas cuantas plantas de olivo cultivado (Olea europaea) que, en efecto, arraigaron bien y fueron la base del olivar hispano. Herón llamó a Cádiz Kotinoussa, o sea, “isla del acebuche”. En tiempos de Lucio, aquel bosque de alcornoques y acebuches que encontraron los fenicios era todavía visible por doquier; un ecosistema con su fauna asociada de ginetas, mochuelos, liebres y zorzales. Gran parte del olivar estaba injertado sobre acebuche autóctono. Hoy, después de la general deforestación de la Península, el acebuchal todavía subsiste en pequeñas ínsulas de vegetación en la Sierra de Huelva, en torno a Aracena.
Nuestro amigo Lucio ignora que, siglos antes de que los fenicios trajeran el olivo cultivado, los andaluces aprovechaban el aceite de acebuchina en sus ritos y es posible que también en su cocina. En la famosa cueva de Nerja, en Málaga, se han encontrado huesos de acebuche de hace 12.000 años. Algunos creen que el aceite de acebuche se usó al principio para la iluminación, como alternativa de la grasa animal. Lo que tardó en extenderse el cultivo del olivo por Andalucía está todavía por confirmar, pero en Montefrío se han encontrado posibles candiles de hace 4.000 años.
La madre de Lucio, la noble matrona Livia, usa también aceite en su tocador, un aceite extrafino de cosmética y perfumería denominado oleum omphacium, que procede de la aceituna verde, molida a mano sin partir el hueso, en capachos nuevos y con mil cuidados.
Antes de llegar a su casa, Lucio pasa a despedirse de su amigo Constancio, que vive en el arrabal. Constancio pertenece a una familia humilde que fabrica su aceite del año por el procedimiento denominado canalis et solea (o sea, canal y zueco), que consiste en meter las aceitunas en un saco de trama ancha y pisarlas con un calzado de madera. El aceite resultante de la pisada chorrea por un vertedero del dornajo y va a parar a un recipiente. Siglos después los moros seguirían practicando este pisado en zafariches. Incluso en la reciente guerra de Yugoslavia, durante el sitio de Dubrovnik, la gente recogía aceitunas de los olivares cercanos y las machacaba con mazos dentro de sacos de arpillera que luego rociaba con agua hirviendo.
Lucio entra en el molino familiar, una nave capaz donde hay tres molederos y dos prensas de viga para exprimir la pulpa de la aceituna. Una vez obtenida la pulpa de la aceituna hay que prensarla para sacar el aceite. Las prensas que usa el padre de Lucio son de viga, bastante parecidas a las que han estado vigentes hasta el tiempo de nuestros abuelos. La prensa consta básicamente de una larga viga de madera (prelum), ajustada en su cabecera a dos ejes verticales (arbores) por medio de un pasador (lingula). Unas prensas de viga funcionaban por cabrestante, otras por contrapeso y tornillo. Las de cabrestante tenían en el extremo libre de la viga una palanca (vectis), que servía para enrollar en un tambor (sucula) la soga que rebajaba el extremo de la viga. Al descender, la viga presionaba sobre una plancha circular (orbis olearius) que oprimía el cesto o friscina donde se colocaba la masa de la aceituna. El aceite obtenido se trasegaba primero a los labrum y, una vez decantado, se almacenaba en las ánforas (dollium). Cuando era más pequeño, Lucio aguardaba subido a una de las cuatro palancas de torsión del torno y, cuando los molineros soltaban el trinquete, la palanca giraba desenroscando el tornillo con gran algazara de su jinete, que giraba agarrado al palo como en un tiovivo.
Hasta ahora se ha dicho que donde más abundaban los olivos era en Córdoba, Sevilla y Écija, en las llanuras aluviales regadas por el Guadalquivir y el Genil, en total unos 5.000 km2 de olivar; pero ya hemos mencionado que se han descubierto en Jaén los restos de lo que pudo ser un centro de recaudación de aceituna con cinco piedras de molino tan grandes que no se conocen otras semejantes en todo el imperio. La magnitud de las instalaciones sugiere que fuera el lugar donde el Estado molía la aceituna tributaria y que Jaén era ya entonces un gran productor de aceite, aunque luego el cultivo decayera.
A la mañana siguiente, Lucio, su padre y los esclavos que los sirven y acompañan se ponen en camino por la carretera empedrada que enlaza con el arrecife ancho que sigue el curso del río Betis, el Guadalquivir que da nombre a la Bética. No hacen el camino solos. Les acompaña una expedición de carros cargados de pellejos de aceite que contienen la producción de los pagos jiennenses destinada a Roma. Los secretarios han tomado nota del contenido de cada pellejo y de cada carro. Dentro de unos días, cuando lleguen a su destino, en un embarcadero cercano a Córdoba, transferirán la preciada carga y la documentación a otros funcionarios imperiales, quienes, después de consignar el montante y calidad del aceite recibido, extenderán los correspondientes albaranes. En aquel punto, otros esclavos imperiales trasvasarán el aceite a grandes ánforas y las expedirán río abajo en barcazas de fondo plano hasta el puerto de Híspalis, donde serán embarcadas en una de esas naves enormes llamadas onerarias que navegan por el mar.
Lucio, que nació en Jaén y nunca salió de su tierra, arde en deseos de ver el mar. Mientras tanto, se entretiene en visitar las instalaciones de los alfareros. A lo largo del Guadalquivir y el Genil se han encontrado unos 80 alfares que fabricaban ánforas olearias y ocho puertos fluviales donde se embarcaba el aceite. Las olearias las fabricaban probablemente las cuadrillas de alfareros itinerantes que iban de alfar en alfar porque son casi idénticas, con mínimas diferencias en la boca, que pueden atribuirse al tamaño de la mano del alfarero. A fin de controlar la calidad, cada ánfora lleva la figlina o sello del alfarero en un asa. Las ánforas selladas en la Bética se encuentran en puntos tan distantes como Inglaterra y la India, lo que prueba que el aceite andaluz llegaba hasta los confines del Imperio.
Ánforas y Annona
Lucio sabe que el vino, el aceite, las conservas de pescado y hasta el grano se transportan en esas vasijas de barro que, una vez alcanzado su destino, simplemente se rompen y se tiran a la basura. No puede sospechar que, 2.000 años después, esos tiestos rotos nos sean tan valiosos para estudiar el comercio en la antigüedad. Lucio sabe distinguir perfectamente las dos clases de ánforas que ve acumularse a centenares en el campo del alfarero: por una parte, las panzudas, casi esféricas, llamadas olearias porque sirven para envasar el aceite; y por otra, las vinarias o de vino, que son estilizadas y acaban en una punta que sirve para inmovilizarlas, clavadas sobre el lastre de arena de las bodegas de los barcos. Como el diseño de las ánforas varía según los alfares y, además, evoluciona con el tiempo, los arqueólogos pueden determinar la época y el lugar de procedencia de cada ánfora.
Las exportaciones de aceite hético alcanzaron su máximo desarrollo durante el reinado del sucesor de Adriano, Antonino Pío. Roma contaba entonces con un millón y medio de habitantes. Aunque a cada romano sólo le correspondieran unos 12 litros al año, la cantidad era considerable. El caso es que, entre los siglos II y III de nuestra era, el aceite andaluz ganó tal reputación que se hizo imprescindible en Roma. A Marcial le parecía que era insuperable y Plinio decía que sólo lo igualaba el de Histria, una comarca entre Italia y Serbia famosa por sus aceites.
Después de unos días de tranquila travesía, Lucio y su padre desembarcan en Ostia, el puerto de Roma. Mientras aguardan el coche de caballos que los ha de llevar a casa de un pariente, Lucio observa cómo los esclavos del puerto descargan las pesadas ánforas en forma de nuez y las transportan a un gigantesco almacén paralelo al muelle. También observa cómo detrás del almacén otros esclavos transportan carros de ánforas rotas en dirección a un monte cercano de extraño aspecto.
“¿Sabes lo qué es aquello? -le pregunta Marco-. Es un montón de ánforas rotas. A lo largo de decenas de años ha ido creciendo y tiene ya el tamaño de una montaña”.
En efecto, el montón de tiestos rotos fue creciendo entre los siglos I y III d. C. y, al cabo de ese tiempo, los restos de unos 25 millones de ánforas rotas formaron el Testaccia, o monte de los tiestos, una colina artificial de 22.000 m2 de base, 45 metros de altura y un volumen de más de medio millón de m3. El equipo de arqueólogos españoles que la está excavando ha descubierto que el 80% de las ánforas allí apiladas procede de Andalucía, en un período que oscila entre el siglo I (las olearias tipo DresseI 20) y el siglo III (las más tardías y estilizadas Dressel 123, con forma de nuez).
Nuestro amigo Lucio, con los ojos llenos de las maravillas de Roma, regresó a su Jaén natal al amparo del monte de Santa Catalina y subió a alimentar el candil votivo del ninfeo de la Malena para agradecer a los dioses el viaje sin sobresaltos y el mundo que había contemplado. Luego sucedió a su padre en el gobierno de la casa y vivió muchos años como próspero olivicultor y oleicultor, rodeado de hijos y sirvientes a los que inculcó el amor al aceite y al imperio.
Pasaron los romanos, vinieron los bárbaros, los moros y los cristianos, que somos nosotros. Cada comunidad, en mayor o menor medida, cultivó el olivo en Jaén. Ahora esta tierra que son los jiennenses y sus hijos sigue rodeada de olivos como quizás nunca lo estuvo. A través del tiempo quisiera tender una mano amiga a aquel Lucio Cornelio que es ya polvo y apenas una sombra en nuestro recuerdo. Una vez aquel aceite iluminó las grandezas de Roma en su dilatado imperio, desde la India sensual hasta las frías y desoladas tierras de Escocia. Roma supo entender que el aceite, el aceite bien fabricado, de olivos cuidados con mimo, era un elemento de comercio y desarrollo, además de un elemento de cultura. Ojalá lo sepamos entender nosotros también para que el aceite de Jaén, como el de Andalucía, vuelvan a ser universales y recuperen los mercados que una vez tuvieron. Este es el desafío que nos plantea el inminente mañana: hacer buen aceite y buscarle mercados, venderlo envasado y recuperar la plusvalía que hasta ahora se llevan los que lo compran a granel.
Que seamos capaces de valorar, junto a lo que tenemos, lo que nos falta, para animarnos a poner manos a la obra de manera urgente y necesaria. Para que leguemos a nuestros hijos, con el amor del aceite y del olivo, la esperanza de un futuro prometedor.
[TEXTO: Juan Eslava Galán (Junio 2017)] [Fotos: Icastro] [Dibujos: Ana Miralles]