Decían los griegos que, en épocas de sequía, a Zeus le bastaba con retorcer la lana de un cordero para provocar lluvia al instante.
Siglos más tarde, en la antigua Roma, depositaban sus esperanzas en el lapis manalis, una piedra sagrada que se encontraba en las afueras de la capital del imperio, cerca de las murallas servianas, en el templo de Marte. Sobre ella, contaban las leyendas que, cuando Roma sufría fuertes sequías, la piedra era arrastrada hacia la ciudad, provocando a su paso tormentas que devolvían las cosechas -y la fe- a sus agricultores.