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¡Larga vida al olivo!

¡Larga vida al olivo!

Pandora Peñamil Peñafiel

Yo nací en tiempos de dioses, de misterio y de magia. Donde lo divino y lo terrenal retozaban en un juego sin fin, desdibujando la fina línea que separaba ambos mundos. Por aquel entonces yo era venerado por aquellos hombres a los que alimentaba, iluminaba y daba cobijo. Me creí inmortal, y lo fui. Quizás por ello, hoy en día sigo en pie, retorcido, envejecido, áspero y sin aliento. Pero todavía con mucha vida en mis innumerables anillos. Todavía con mucha savia dorada en mis truncadas venas. Yo soy el olivo, y esta es mi historia.

Atenea, diosa de la sabiduría, y Poseidón, dios de los mares, se enfrascaron en una épica batalla por convertirse en el protector de Attica. La nueva ciudad tomaría el nombre en honor al dios que le diera a los ciudadanos el regalo más preciado. Poseidón quebró una piedra con su tridente y, junto con el agua que manaba de ella, emergió un caballo. Acto seguido, la bella Atenea hundió su lanza en la roca y de ella broté yo, el primer olivo del mundo, a las puertas de la Acrópolis. Considerando su regalo como el más valioso que podía existir, los ciudadanos de la nueva ciudad declararon a

Atenea ganadora y a ellos mismos atenienses de por vida. Desde entonces utilizarían aceite de oliva para ungir a sus reyes y sacerdotes durante las ceremonias de consagración.

Pronto se inaugurarían las primeras Olimpiadas, celebradas en el año 776 a.C., donde jugaría un rol crucial. La primera antorcha de la historia fueron mis ramas en llamas. Los ganadores de aquellos torneos lucieron mi corona y de mis frutos se elaboró el aceite de oliva que recibieron como premio.

Desde aquel momento, estas ramas simbolizarían la paz y la tregua de cualquier tipo de hostilidad.

Después llegarían otros hombres y, con ellos, innumerables creencias. Ninguna de ellas dejaría de admirarme. Mis aceitunas y mi aceite se convertirían pronto en un símbolo del cristianismo. Una paloma entregaría una rama de olivo a Noé, señalando el final del diluvio, y Dios le diría a Moisés cómo preparar aceite de oliva con especias para ungir a su pueblo.

Más tarde me extendería por todo el mundo, como una tribu salvaje con ansias de colonización. Asia Menor, Siria, Grecia, Anatolia... pero también Egipto, Etiopía y algunas áreas de Europa.

En el siglo 16 a.C., los fenicios comenzarían a diseminar mi cultivo por las islas griegas, donde el político y legislador Solon (IV a.C.) me consagraría, emitiendo los primeros decretos para regular mis plantaciones.

Desde ahí emprendería mi viaje hacia Italia, de sur a norte, desde Calabria a Liguria. Cuando los romanos llegaron a África del Norte, los bárbaros ya sabían cómo injertar aceitunas salvajes y habían desarrollado mi cultivo en los territorios que ocupaban.

Llegué a Marsella y, desde allí, me diseminé hacia todo el territorio galo, apareciendo en Córcega y Cerdeña cuando cayó el Imperio.

Y, por fin, desembarqué en España, en pleno dominio marítimo de los fenicios (1050 a.C.). Contemplé la llegada del general Scipio y asistí con horror a la tercera Guerra Púnica, con mis cultivos ocupando ya casi todo el valle de Baetica, extendiéndose hacia el centro y las costas del Mediterráneo, hasta llegar a Portugal.

Los árabes también me dominaron y me bautizaron con evocadores nombres que aún resuenan: az-zaytūna, al-ma’sara o zayt son lo que hoy conocemos como aceituna, almazara y aceite.

Con el descubrimiento de América llegué a donde nadie más había osado llegar. Desde Sevilla a las Indias Occidentales, y luego al continente americano. Un siglo más tarde cultivaban mis semillas en México, Perú, California, Chile y Argentina. Vini, vidi, vinci. Llegué, vi, vencí.

Con miles de años a mis espaldas he visto levantar y caer ciudades, imperios, césares y presidentes. Seguiré aquí contemplando como la historia se repite una y otra vez. A los humanos sólo les pido respeto, conocimiento, curiosidad y sensibilidad. A cambio les prometo lo que siempre les he dado, mi inmortalidad.

¡Feliz Día Mundial del Olivo!