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El olivo, el último replicante

El olivo, el último replicante

Pandora Peñamil Peñafiel

"He visto cosas que vosotros nunca creeríais: Atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán... en el tiempo... como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir”, susurra el último olivo de la Tierra.

La noche cae sobre la campiña jiennense como un velo negro el 26 de noviembre de 2050. Se han apagado las estrellas y hace años que el sol dejó de brillar en el tercer planeta del sistema solar. Se suponía que los humanos iban a cuidar de su hogar, pero la codicia les cegó.

Hace 27 años el mundo se hallaba inmerso en una vertiginosa carrera espacial. Una decena de multimillonarios dedicaban ingentes cantidades de dinero al desarrollo de cohetes e inteligencias artificiales que les lograsen sacar de un planeta que parecía tener los días contados. Esta lucha de poderes no hacía más que convertir a la Tierra en una naranja exprimida hasta los huesos en busca de plutonio, rodio, platino, californio o uranio. Una vez que terminaron con todos, comenzó el principio del fin.

Lo primero en llegar fueron los fuegos, hubo miles de ellos por todos los países que devastaron los principales pulmones de la Tierra: Amazonas, los bosques boreales de Canadá, las sequoias de Estados Unidos, los trópicos de Borneo... todo reducido a cenizas. Después llegó el calor insoportable -20ºC en invierno en Siberia, 75ºC en verano en Dubai...- y, con él, las plagas. Los mosquitos empezaron a contagiar a todos de enfermedades de las que ni siquiera habían oído hablar. Hubo pandemias mundiales con una tasa de mortalidad superior al 70% porque no había ni tiempo ni recursos para descubrir vacunas. Aquellos que sobrevivieron se levantaron contra una élite que abandonaba poco a poco el planeta Tierra hacia la estación espacial XFI85. Les habían dejado atrás. Y no podían hacer nada para conseguir el ansiado billete.

Hubo algunos románticos que decidieron quedarse -¡cómo si tuviesen elección!- y cuidar de su familia, de sus animales, de sus plantas, el tiempo que les quedase. Incluso se crearon plataformas ciudadanas para ayudarse los unos a los otros en medio de éxodos masivos a las zonas rurales para vivir de lo poco que daba ya una tierra yerma a la que no calentaban los escasos rayos de sol que todavía se reflejaban en la Tierra.

En medio del caos surgió la belleza... y la solidaridad. En Úbeda, en un rincón recóndito de aquel solitario planeta, los últimos humanos se juntaron y se hicieron fuertes. Crearon con sus propias manos resistentes invernaderos para los temporales, cada vez más frecuentes. Inventaron mallas para proteger a los olivos de las incesantes plagas y programaron generadores con IA para que no dejaran de funcionar los decánters y las cintas transportadoras. Mientras les quedase aceite de oliva, habría esperanza.

Pero en 2047 se apagó la luz. La Tierra ya no tenía energía. Dejó de llover. Aquellos empequeñecidos hombres y mujeres del sur perdieron la ilusión y, poco a poco, la comida y el agua. Los olivos comenzaron a retorcerse en la tierra árida y polvorienta. Sus hojas se tornaron de plata y sus raíces despegaron del suelo como si fuesen las carcasas de unas naves que nunca llegarían al espacio. Murieron uno a uno. Y cuando le llegó el turno al último, ya no quedaba nadie para consolarlo.

“Ojalá hubiésemos tenido más tiempo, ojalá pudiéramos volver al 26 de noviembre de 2023, cuando todo era posible... y reversible”, sollozó antes de desplomarse.

Ojalá seamos conscientes de que esto tiene más de realidad que de ficción. ¡Feliz Día Mundial del Olivo!