Nada de eso es el verdadero marketing, el puro marketing. Porque este último es, ante todo, una filosofía, un sistema de pensamiento, una actitud, una cultura organizativa, una forma de gestionar que implica que las necesidades de los clientes deben ser el objetivo principal de toda organización, no por altruismo, sino por interés bien entendido, porque es el mejor medio de lograr sus propios objetivos de crecimiento, rentabilidad y empleo. Esta dimensión se apoya en el siguiente principio: los integrantes de la organización, cualquiera que sea su nivel y responsabilidad, deben ser conscientes de la importancia del consumidor en la existencia, progreso y rentabilidad de la organización.
En definitiva, el marketing es, en palabras de Jean-Jacques Lambin, “comprender para poder vender”. Esta máxima obliga a las organizaciones oleícolas que quieren orientarse al mercado, tanto en el de graneles, como, sobre todo, en el de envasado, a oír a los consumidores, a prestarles atención, a invertir recursos en conocer bien sus demandas, sus preferencias. También a responder a cuestiones tales como: qué aceites compran, para qué los usan, por qué los compran, qué factores inhiben o aceleran su compra, dónde se nutren de información sobre alimentación, cuál es el perfil o perfiles de los consumidores, quiénes conforman los segmentos de mercado, cuál es el mejor posicionamiento para la compañía y sus productos, etc.
Ahí está el futuro de un sector muy poco propenso a transitar del “yo creo” a “yo sé”. La máxima del marketing es transitar del “todo lo que se produce se vende” a “solo hay que producir aquello que se puede vender” y esto exige establecer un diálogo permanente y fluido, una relación con los clientes actuales y potenciales.
Hace muchos años dije que el futuro del sector no estaba en Bruselas, sino que estaba en las cocinas. Hoy, más que nunca, me reafirmo en este discurso con independencia de que la coyuntura nos haya abocado a unos precios que nos están alejando de los mercados. Otro día hablaremos de lo que otro gran economista, Theodore Levitt, definió como “miopía del marketing”, esto es, saber que los consumidores no compramos productos, sino el servicio o servicios que estos prestan.
En nuestra oleicultura no hablamos mucho de marketing, hablamos de comercialización. No es lo mismo. Quienes piensan en comercialización, la entienden como las actividades necesarias para hacer llegar los aceites de oliva desde los productores -almazaras- hasta el consumidor final -gran distribución, canales propios, plataformas digitales, etc.- Pero esto es una parte mínima del marketing, es la tarea de distribución. Antes hemos de analizar los mercados, los factores que los influencian, las amenazas, las oportunidades, el comportamiento del consumidor, responder a las cuestiones anteriores, etc. Todo esto sí es marketing. Para qué llevar un aceite de oliva virgen extra a un lineal si ese producto allí no lo demanda nadie.
Y en el futuro ya no solo hablaremos de marketing de los aceites de oliva, sino de los coproductos: orujillo, hueso, antioxidantes naturales, pellet, etc.
Ahí está el futuro, en hablar menos y escuchar más. Justo lo contrario que solemos hacer en la oleicultura española. Alguien dijo que pensáramos por qué tenemos dos oídos y una sola boca; pues eso, para hablar la mitad de lo que oímos. Utilicemos más el puro marketing, el verdadero marketing en el sector oleícola, el comprender para poder vender, para conquistar mercados, porque nos irá mejor a los consumidores y a los productores.
Por Manuel Parras, rector de la Universidad de Jaén (UJA) (2007-2015) y presidente de la IGP Aceite de Jaén, para la Guía EVOOLEUM 2024.